MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
56 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2023
Nadie puede salvarse solo.
Recomenzar desde el COVID-19 para trazar juntos caminos de paz
«Hermanos, en cuanto al tiempo y al momento, no es necesario que les escriba. Ustedes saben
perfectamente que el Día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche» (Primera carta de
san Pablo a los Tesalonicenses 5,1-2).
1. Con estas palabras, el apóstol Pablo invitaba a la comunidad de Tesalónica, que esperaba el
encuentro con el Señor, a permanecer firme, con los pies y el corazón bien plantados en la tierra,
capaz de una mirada atenta a la realidad y a las vicisitudes de la historia. Por eso, aunque los
acontecimientos de nuestra existencia parezcan tan trágicos y nos sintamos empujados al túnel
oscuro y difícil de la injusticia y el sufrimiento, estamos llamados a mantener el corazón abierto a
la esperanza, confiando en Dios que se hace presente, nos acompaña con ternura, nos sostiene
en la fatiga y, sobre todo, guía nuestro camino. Con este ánimo san Pablo exhorta
constantemente a la comunidad a estar vigilante, buscando el bien, la justicia y la verdad: «No
nos durmamos, entonces, como hacen los otros: permanezcamos despiertos y seamos sobrios»
(5,6). Es una invitación a mantenerse alerta, a no encerrarnos en el miedo, el dolor o la
resignación, a no ceder a la distracción, a no desanimarnos, sino a ser como centinelas capaces
de velar y distinguir las primeras luces del alba, especialmente en las horas más oscuras.
2. El COVID-19 nos sumió en medio de la noche, desestabilizando nuestra vida ordinaria,
trastornando nuestros planes y costumbres, perturbando la aparente tranquilidad incluso de las
sociedades más privilegiadas, generando desorientación y sufrimiento, y causando la muerte de
tantos hermanos y hermanas nuestros.
Empujado dentro de una vorágine de desafíos inesperados y en una situación que no estaba del
todo clara ni siquiera desde el punto de vista científico, el mundo sanitario se movilizó para aliviar
el dolor de tantos y tratar de ponerle remedio; del mismo modo, las autoridades políticas tuvieron
que tomar medidas drásticas en materia de organización y gestión de la emergencia.
Junto con las manifestaciones físicas, el COVID-19 provocó —también con efectos a largo
plazo— un malestar generalizado que caló en los corazones de muchas personas y familias, con
secuelas a tener en cuenta, alimentadas por largos períodos de aislamiento y diversas
restricciones de la libertad.
Además, no podemos olvidar cómo la pandemia tocó la fibra sensible del tejido social y
económico, sacando a relucir contradicciones y desigualdades. Amenazó la seguridad laboral de
muchos y agravó la soledad cada vez más extendida en nuestras sociedades, sobre todo la de
los más débiles y la de los pobres. Pensemos, por ejemplo, en los millones de trabajadores
informales de muchas partes del mundo, a los que se dejó sin empleo y sin ningún apoyo durante
todo el confinamiento.
Rara vez los individuos y la sociedad avanzan en situaciones que generan tal sentimiento de
derrota y amargura; pues esto debilita los esfuerzos dedicados a la paz y provoca conflictos
sociales, frustración y violencia de todo tipo. En este sentido, la pandemia parece haber sacudido
incluso las zonas más pacíficas de nuestro mundo, haciendo aflorar innumerables carencias.
3. Transcurridos tres años, ha llegado el momento de tomarnos un tiempo para cuestionarnos,
aprender, crecer y dejarnos transformar —de forma personal y comunitaria—; un tiempo
privilegiado para prepararnos al “día del Señor”. Ya he dicho varias veces que de los momentos
de crisis nunca se sale igual: de ellos salimos mejores o peores. Hoy estamos llamados a
preguntarnos: ¿qué hemos aprendido de esta situación pandémica? ¿Qué nuevos caminos
debemos emprender para liberarnos de las cadenas de nuestros viejos hábitos, para estar mejor
preparados, para atrevernos con lo nuevo? ¿Qué señales de vida y esperanza podemos
aprovechar para seguir adelante e intentar hacer de nuestro mundo un lugar mejor?
Seguramente, después de haber palpado la fragilidad que caracteriza la realidad humana y
nuestra existencia personal, podemos decir que la mayor lección que nos deja en herencia el
COVID-19 es la conciencia de que todos nos necesitamos; de que nuestro mayor tesoro, aunque
también el más frágil, es la fraternidad humana, fundada en nuestra filiación divina común, y de
que nadie puede salvarse solo. Por tanto, es urgente que busquemos y promovamos juntos los
valores universales que trazan el camino de esta fraternidad humana. También hemos aprendido
que la fe depositada en el progreso, la tecnología y los efectos de la globalización no sólo ha sido
excesiva, sino que se ha convertido en una intoxicación individualista e idolátrica,

 

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